El pasado fin de semana fuimos al Rocío a realizar la peregrinación de la Hermandad de Nuestra Señora del Rocío de Cartagena. Un viaje fugaz que en 48 horas nos deja la siguiente historia:
Al final de una gran
trayecto en bus,
hasta el Rocío
hemos llegado.
Desde Cartagena venimos
porque a nuestra Hermandad
le toca peregrinar y velar por
nuestra madre.
El imponente Santuario
en medio de tanta arena
nos espera con premura.
Porque en su interior está la
venerada por los Rocieros,
la tan popular
Virgen del Rocío.
A la que nosotros hemos venido a cuidar, a rezar, a cantar, a velar,
e incluso a pedir por tantas y
tantas cosas, por tantas y tantas
necesidades que tiene nuestro
mundo.
Y velas pusimos para ello.
Pero no solo nosotros
porque la aldea estaba
llena de rezos,
de peticiones...
Llena de gente.
Llena de rocieros que
iban a ver a la Virgen.
Y que anunciaban
a bombo y platillo,
o mejor dicho
a tamboril y a pito rociero,
para que todo el mundo
se entere de que
vamos a ver a la Virgen.
Para que todo el que por
allí pasa pueda
unirse a la particular
procesión, o por lo menos
disfrutar de las alegres
canciones.
Y cuando llega la noche
es el gran momento
en que todas las hermandades
que eran muchas y muy grandes
en este fin de semana
sacan a su sinpecado.
Porque es el momento
de honrar a la
Blanca Paloma,
caminando por
la aldea.
Noche, oscuridad.
Las bengalas iluminan algún sinpecado.
Mientras hermanos mayores,
juntas directivas,
hermanos y amigos
en general,
vamos rezando el rosario.
Ya se empieza a notar
el cansancio de todo el día
pero hay que volver
hasta el Santuario
y terminar ante la
verdadera protagonista.
Para luego ir recogiendo
cada sinpecado en su casa,
en la Hermandad
correspondiente.
Los pelos de punta
con sus cantos y sus rezos.
Porque allí rezan
hasta los caballos
ante Nuestra Señora.
Y caballos hay un rato.
Para aburrirse.
Blancos, marrones...
Grandes, pequeños...
Y son tan importantes
que tienen hasta
su sitio reservado
en los bares de la aldea.
Así nadie se baja del
caballo para nada,
ni ellos ni ellas.
Algunas, las más tradicionales,
montan de lado y con falda.
Pero ya sean jinetes,
"jamelgas" o caballistas,
allí todo el mundo hace todo
lo que sabe.
Y los que sí que saben
son los caballos.
Que ya hasta juegan
los unos con los otros
cuando los dejan solos.
Y aunque haya algunos
que no son tan listos,
que no son burros
sino mulos, sirven para
tirar de las carretas.
Porque allí todo es
para la Virgen.
Mucho turismo.
Hasta la abuela Rosa
alquila vía whatsapp.
Y los del mercadillo
nos venden los gorros
y las medallas
para el recuerdo.
Y con todo ya concluido,
llega el duro momento
de meter todo en el autobús
para emprender el camino
de vuelta a casa.
Ha sido un duro pero muy bello
fin de semana de sensaciones.
¡¡Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado!!
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